Por El País
Cuando estalla el ruido seco e intenso de los disparos, el comandante Rostislav Kasyanenko echa la rodilla al suelo y se acurruca tras un pequeño montículo de tierra fangosa. “Es fuego de ametralladora”, indica en un susurro su compañero del Ejército ucranio Serguéi Bodnar.
Cerca, autobuses calcinados y oxidados muestran las cicatrices de lo que en otra vida fue la estación de autobuses de la próspera Pisky, a muy pocos kilómetros de la ciudad de Donetsk, controlada por los separatistas prorrusos. “Esta es una de las zonas más peligrosas de esta área de la línea del frente.
A veces hay solo entre 20 y 60 metros hasta posiciones enemigas”, recita en voz baja Kasyanenko recolocándose el fusil AK74, antes de echar a correr para ponerse a cubierto a través de las ruinas de la urbe, completamente destruida en la guerra del Donbás.
El conflicto del este de Ucrania entre las tropas de Kiev y los separatistas prorrusos apoyados política y militarmente por el Kremlin va a cumplir ocho años. Pese a los acuerdos de paz de Minsk de 2015, la última guerra de Europa no ha cesado y se ha estado cociendo a fuego lento. Es un polvorín que solo requiere una chispa para derivar en nuevas hostilidades abiertas.
Estos días de inicio de invierno, en las laberínticas trincheras de Pisky y en los cuarteles y destacamentos del Ejército ucranio, a lo largo de los 450 kilómetros de la línea del frente, la tensión se ha disparado por la acumulación de tropas rusas junto a sus fronteras.
La idea de que el conflicto, que ha segado unas 14.000 vidas, según estimaciones de Naciones Unidas, pueda estar entrando en una nueva fase, o el temor a otra guerra caliente y más amplia, lo sobrevuela todo.